Ana María Granda Moreno
Quiero hablar sobre el potencial revolucionario que tiene la economía feminista y del cuidado para transformar el actual sistema económico capitalista. Dentro de tantas desigualdades sociales que persisten se encuentra la de género, y aunque gracias a muchas feministas de décadas pasadas hoy las mujeres tienen acceso a más posibilidades de ingresos propios, trabajo, educación y derechos de propiedad, entre otras, ellas enfrentan grandes brechas y barreras sociales.
Dentro de las múltiples luchas que hay en el movimiento feminista se encuentra la de la economía del cuidado, la cual forma parte de la economía feminista. Esta tiene el noble propósito de liberar el tiempo de las mujeres para alcanzar su autonomía económica, puesto que el trabajo de cuidado no remunerado ha recaído desproporcionadamente sobre ellas debido a estereotipos y construcciones sociales. Esta carga se ha convertido en una de las principales barreras para conseguir la igualdad de género y, a mi modo de ver, tiene el carácter revolucionario de transformar el sistema económico capitalista.
Gracias a múltiples estudios y discusiones en los últimos años en cuanto a la carga desigual de trabajo no remunerado, se han hecho cada vez más evidentes sus consecuencias sobre el desarrollo y autonomía de las mujeres, por esta razón la redistribución de este trabajo entre mujeres, hombres, sociedad y Estado ha cobrado cada vez más importancia dentro del movimiento feminista y se ha puesto en el radar de las políticas públicas para disminuir las brechas de género. Sin embargo, el propósito de la economía feminista va más allá de conseguir dicha redistribución de trabajo de cuidado, que aunque es una meta muy importante y una de sus principales banderas, se enfoca nada más ni nada menos que en el cambio del sistema económico capitalista actual.
Bueno, pero ¿cómo es que redistribuir el trabajo de cuidado no remunerado, y hacer que los hombres laven platos y barran el piso, puede transformar un sistema económico tan sagaz como el capitalista? Principalmente porque incorporar la economía feminista y del cuidado va más allá de solo redistribuir y visibilizar las tareas domésticas, puesto que su objetivo es darle un giro a la razón de la economía actual, es decir, pasar de una economía cuyo fin es la acumulación de capital a una economía cuyo objetivo sea la sostenibilidad de la vida. Esto implica también un cambio en nuestro sistema de valores sociales y culturales, como lo expone Antonella Picchio en su documento Un enfoque macroeconómico “ampliado” de las condiciones de vida. Con ello me refiero es a qué ámbitos damos más valor o importancia. En el sistema actual tiene más valor social y económico la acumulación de capital, el éxito, la productividad, la producción constante y el crecimiento desmedido, mientras que un sistema que propenda hacia la sostenibilidad de la vida debe darle más valor social y económico a la vida misma, al cuidado de las personas y los recursos naturales, al bienestar entendido no como el mero acceso a infinitos bienes y servicios, sino a un bienestar multidimensional que comprenda una calidad de vida decente para todas las personas y no solo para aquellas que puedan comprarlo.
La economía feminista pretende poner en el centro de la economía la sostenibilidad y el cuidado de la vida, una experiencia que ha sido sobre todo vivida por las mujeres, pues son quienes han estado a cargo de esta labor durante siglos, y tiene como fin establecer esta forma de conocer y habitar el mundo en el objeto de la economía para la supervivencia. Como dice Cristina Carrasco:
“Se trata de algo mucho más profundo: se pretende un cambio radical en el análisis económico que pueda transformar la propia disciplina y permita construir una economía que integre y analice la realidad de mujeres y hombres, teniendo como principio básico la satisfacción de las necesidades humanas” (La economía feminista: una apuesta por otra economía pág 3, 2006).
Aquello que valoramos es a lo que damos atención e importancia, es lo que consciente o inconscientemente mueve nuestra acción para manifestar lo que deseamos. Si estamos inmersos en un sistema en donde prima el “sálvese quien pueda”, la acumulación desmedida de riqueza, el éxito entendido como la capacidad infinita de consumir, y nos desentendemos de las consecuencias de ello frente a otras personas y el medio ambiente, pues en esa medida vamos a comportarnos, pero si empezamos a valorar el sostenimiento de la vida y la satisfacción de las necesidades humanas, y a asumir estos principios como prioridad del sistema económico, nuestras acciones serán más conscientes y estarán encaminadas a preservar aquello que nos cuida y cuidar a otras personas y lo que nos rodea.
El sistema económico capitalista que tenemos se caracteriza por su idolatría a la acumulación de riqueza, sin medir la utilidad o no de ello y aún menos las consecuencias sobre las personas y la naturaleza. Sin embargo, este es el ideal que, se nos reitera, debemos alcanzar. Los economistas del ala más neoclásica y ortodoxa dirán que este es el mejor sistema económico porque ha permitido el desarrollo de los países, y que “los temas de género” como la economía del cuidado son solo otro componente más para incorporar al sistema. Mi interés no es debatir si el sistema económico actual ha contribuido o no al desarrollo de los países, puesto que es un hecho que las economías han evolucionado de la mano con la tecnología y que la revolución industrial, que es el principio de la economía capitalista, ha permitido a las personas acceder a bienes y servicios que antes de ello era prácticamente imposible, mejorando en promedio la calidad de vida. El punto acá es que este desarrollo como lo conocemos ha sido posible gracias a la existencia de la desigualdad social que permite la tan añorada acumulación de riqueza para unas personas a costa de que otras vivan en la pobreza. Pero bueno, esto que menciono no es nada nuevo, y quienes vivimos en América Latina, en mi caso en Colombia, vemos esta realidad de injusticia social a diario.
Ya es hora de que la academia y los Gobiernos reconozcan que este sistema económico actual se sostiene gracias a la existencia de la desigualdad y de la pobreza, y que abogar por políticas públicas enfocadas en disminuir estas problemáticas sin pasar por un análisis y un planteamiento crítico a este sistema son casi paños de agua tibia, que si bien pueden generar soluciones a corto plazo no llevan a la transformación profunda de la realidad. ¡Hablar de crecimiento económico capitalista y distribución es casi un oxímoron! Esto me lleva por último, a mencionar que reconocer la economía del cuidado e incorporar la economía feminista también requiere que el cuidado sea declarado como un derecho fundamental para sostener y garantizar la vida. Pareciera a simple vista que nadie podría contraponerse a la adopción de una economía feminista o a la construcción de una economía más humana, sin embargo, cabe recordar cuánta resistencia genera la lucha por la igualdad, puesto que implica necesariamente un conflicto político entre quienes acumulan el capital, quienes están en una cómoda posición sostenida sobre dicha desigualdad, social y quienes se encuentran precisamente oprimidos.
La economía feminista y del cuidado tiene un potencial revolucionario, puesto que adoptar sus propuestas acarrea una trasformación cultural, política, económica y social. Va más allá de solo implementar algunas políticas públicas o de redistribuir el trabajo de cuidado no remunerado entre hombres y mujeres que, por supuesto, son metas absolutamente necesarias e importantes, sino que además repercute en la concientización social del valor de la vida y del cuidado que esta necesita para que sea sostenible, comprendiendo que una acumulación de capital desenfrenada y egoísta va en contravía de ese postulado, por lo tanto, la continuación de este sistema económico tal como lo conocemos no es viable y debe ser transformado.